BROWN,
Peter: El primer milenio de la cristiandad occidental, Editorial
Crítica, Barcelona, 1997
Capítulo
uno: “Las leyes de los países” (pp.16-17)
(…)
Durante todo el período del que se ocupa nuestra obra el cristianismo
siguió existiendo y haciendo gala de una gran vitalidad en toda la
variedad de “lugares y climas” del Asia mediterránea y occidental
que constituía el mundo antiguo. Como si se tratara de las cuentas de
un collar roto que fueran apareciendo desperdigadas aquí y allá, los
arqueólogos han encontrado fragmentos de textos cristianos que hablan
de las actividades básicas desarrolladas por los cristianos desde el
Atlántico hasta los confines de la China. (…)
Otras
actividades menos inocentes revelan así mismo los efectos de una
mentalidad común. La conjunción de celo misionero y de un fuerte
sentido de superioridad cultural, respaldado por el empleo de la fuerza,
que habría de constituir una característica tan curiosa de la Europa
occidental a comienzos de la Edad Media, no sería desde luego un
rasgo exclusivo de esta zona. Hacia el año 730, san Bonifacio cortó el
roble sagrado de Geismar y escribió a Inglaterra solicitando nuevas
copias de la Biblia, espléndidamente escritas “en letras de oro…de
suerte que quede impresa en las mentes carnales de los paganos la
veneración de las Sagradas Escrituras”.
Más o menos por esa misma época, los misioneros nestorianos de
Mesopotamia libraban su propia guerra contra los grandes árboles
sagrados de las laderas de los montes que circundan el mar Caspio,
derrocando a “los caudillos de los bosques”. El obispo nestoriano
Mar Shubhhal-Isho “hizo su entrada con un esplendor soberano, pues las
naciones bárbaras necesitan ver un poco de pompa y espectáculo mundano
que las atraiga y las acerque de grado al cristianismo”.
Incluso
más hacia el este, en una inscripción erigida aproximadamente hacia
820 en Karabalghasun, en la cuenca del río Orkhon, un caudillo ligur,
soberano de un imperio formado entre China y Mogolia interior, recordaba
como su antecesor, Bogu Qagham, había traído en 762 unos nuevos
maestros a su reino. Se trataba de maniqueos, que, al ser portadores de
una fe misionera de origen cristiano, mostraban ante la conversión la
misma actitud hosca que tenían los nestorianos. El mensaje de esta
inscripción es tan claro y escueto como el que lanzaría Carlomagno
entre 772 y 785, cuando quemó el gran santuario de Irminsul, la
“Columna que sostiene el cielo”, y declaró el paganismo fuera de la
le en Sajonia:
Lamentamos
que no tuvierais conocimiento y que llamarais “dioses” a los malos
espíritus. Vuestros antecesores esculpieron y pintaron imágenes de los
dioses que deberéis quemar, y deberéis apartar de vosotros toda suerte
de plegarias a espíritus y demonios.
Naturalmente
todos estos acontecimientos no tuvieron repercusiones directas o
inmediatas unos sobre otros. Pero desde luego tienen un parecido
“familiar” innegable. Presentan rasgos de un mismo lenguaje
cristiano, basado en una serie de tradiciones compartidas. Nos recuerdan
cuán grande era en realidad el ámbito en el que se produjo el
nacimiento de una cristiandad específicamente occidental.
Capítulo
dos: Cristianismo e Imperio (pp.28-39)
(…)El
Imperio de Diocleciano respondía a una sociedad eminentemente politeísta.
Se consideraba de sentido común que hubiera múltiples divinidades y
que esas divinidades exigiera un culto que se manifestaba mediante
gestos de reverencia y gratitud concretos y visibles públicamente. Los
dioses estaban ahí. Eran los compañeros invisibles y eternos del género
humano. El conocimiento de los dioses y de todo aquello que les gustaba
y no les gustaba solía ser objeto de la memoria social de cada lugar,
mantenida viva gracias a una serie de ritos y gestos trasmitidos de
padres a hijos. La religio, el culto apropiado de cada divinidad,
comportaba un reforzamiento – e incluso una idealización – de la
cohesión social y exigía la transmisión de las tradiciones dentro del
seno de la familia, en las comunidades locales, y en la memoria de las
ciudades y naciones orgullosas de su pasado, respaldado por siglos y
siglos de historia. Los dioses no eran desde luego abstracciones vanas.
Se trataba de seres vibrátiles, cuyos ordenamientos inferiores compartían
el mismo espacio físico que los hombres. Afectaban a todos los aspectos
del mundo natural y de los núcleos humanos. Se pensaba que ciertos
dioses eran superiores a otros. La religio que recibían esos
dioses superiores dependía, en gran medida, de la imagen de sí mismos
que tuvieran sus adoradores. Los filósofos místicos echaban de menos a
unos dioses superiores y, por encima de ellos, aspiraban a la fusión
con el Uno, con la fuente embriagadora y metafísicamente necesaria de
todo ser. Ese amor extremado implicaba una elevación del alma, que se
separaba del cuerpo acallando de paso todas las preocupaciones
terrenales. Pero dicha experiencia no suponía la exclusión de los demás
dioses, que se veían degradados, pero no negados. Los filósofos eran
espíritus superiores. No compartían las burdas preocupaciones de la
multitud. Pero a nadie se le habría ocurrido negar la existencia de los
dioses normales y corrientes. Se pensaba que dichas divinidades
habitaban más cerca de la tierra. “Estaban cerca” de sus
adoradores, dispuestos a aumentar y a conservar las cosas buenas de la
vida a cambio del debido respeto.
Lo
que importaba eran las religiones, en plural, las múltiples
maneras – tradicionalmente admitidas – de mostrar el respeto debido
a una muchedumbre de dioses cuya presencia invisible prestaba calor,
solemnidad y un toque de eternidad a esa gran colmena de comunidades
superpuestas en la que, como hemos visto, se hallaban incluidos
los habitantes del Imperio romano (y sobretodo los que vivían e la
sociedad más compleja de las ciudades).
Las
diversas religiones, naturalmente en plural, respondían a las supuestas
alternativas de la fortuna humana y a un elevado sentido de la obligación
para con las distintas comunidades, algunas de las cuales, como, por
ejemplo, el imperio de Roma, parecían tan universales e inamovibles
como la propia naturaleza. Así pues, religio podía ser tanto un
graffito escrito en una pared de Ostia con el texto: “Hermes,
buen amigo, séme propicio”, como la orden impartida a una sacerdotisa
egipcia, en la que se le exhorta a acudir al templo del lugar”para
realizar los sacrificios habituales por nuestros señores los
emperadores y sus victorias, por la crecida del Nilo, el incremento de
las cosechas y el saludable equilibrio del clima”.
Y
para un hombre como Diocleciano, al celebrar el don supremo de veinte años
de gobierno estable en un monumento erigido en el Foro romano en 303, la
religio seguía significando aparecer junto a un altar humeante
flanqueado por las figuras omnipresentes de los dioses y rodeado de los
animales considerados desde tiempo inmemorial dignos de formar parte de
un gran sacrificio. Como declaraba el propio Diocleciano unos años
antes: “La antigua religión no debe ser censurada por otra nueva.
Pues sería el colmo de la ignominia echar por tierra aquello que
nuestros antepasados consideraron de una vez por todas las cosas que
mantienen y conservan el lugar y el curso que les corresponde”.
Nueve
años más tarde, el 29 de octubre de 312, el emperador Constantino
entraba en Roma tras derrotar el día antes a su rival, Majencio, en la
batalla de Puente Silvio, a las afueras de la ciudad. Los altares de los
dioses se hallaban dispuestos en el Capitolio para celebrar el
sacrificio que debía acompañar a su triunfo. Pero Constantino se
dirigió, en cambio, al palacio imperial. Posteriormente hizo saber que
había recibido una señal inequívoca del Dios Único de los
cristianos. (…)
Ahora
es el momento de echar una ojeada a las iglesias cristianas del Imperio
romano y poder así entender el significado que tuvo la decisión de
Constantino de adorar a su Dios.
En
312 no podía decirse que el cristianismo fuera una religión
nueva.(…) El mundo de Jesús de Nazaret y de San Pablo estaba tan
distante de los contemporáneos de Constantino como la época de Luis
XIV pueda estarlo de nosotros. Los cristianos pretendían que su Iglesia
se había visto enzarzada en una lucha ininterrumpida y constante con el
Imperio romano pagano. En realidad, el período cuyos comienzos podemos
situar en 250 supuso una novedad total y absoluta. Tanto la Iglesia como
el Imperio habían cambiado. (…)Algunos estallidos de violencia esporádica
a nivel local y la condena de algunos gobernadores provinciales dieron
paso a la promulgación de edictos imperiales en contra de la Iglesia en
su conjunto. (…) En 303 Diocleciano adoptó una última serie de
medidas, llamadas por los cristianos la Gran Persecución, que siguieron
en vigor durante otros once años en algunas zonas de Asia Menor, Siria
y Egipto. La Gran Persecución supuso el nacimiento del nuevo Imperio y
de la nueva Iglesia cristiana.
Pero
también la Iglesia había cambiado. Ahora contaba con una jerarquía
perfectamente reconocible y unos líderes destacados. En 303, como
hiciera anteriormente en 250 y257, el estado dirigió su ataque contra
los obispos, sacerdotes y diáconos cristianos. (…) La Iglesia poseía,
asimismo, su propio código de leyes, de alcance universal. Y también
contra él fueron dirigidos los ataques. Las Sagradas Escrituras
cristianas fueron sacadas de las iglesias y quemadas en público.
(…)Mientras
que la religio de los dioses se hallaba sometida a los caprichos
de la memoria local, lo único que hacía falta era abrir un codex
de la ley de Dios para enterarse de que “Todo aquel que sacrificare a
otros dioses será destruido sin remisión”.
Por
último, y en no menor medida, las autoridades acabaron con las iglesias
cristianas. Los cristianos de la época hablaban de sus iglesias como si
fueran ya lugares de culto perfectamente visibles, “enormes asambleas
que se congregaban en las ciudades”. Pero esas opiniones
comportaban a todas luces una buena dosis de ilusión. Las iglesias
cristianas del siglo III probablemente fueran algo bastante más
humildes que todo eso, simples salas de reunión dispuestas en la
estructura ya existente de las casas.
(…)La
Iglesia a la que Constantino dio la paz en 312 era un organismo bastante
complejo. Resulta imposible saber cuántos cristianos había por
entonces en el Imperio: se ha hablado de un 10 por 100 de la población,
concentrado principalmente en Siria, Asia Menor y las grandes ciudades
del Mediterráneo romano. Lo cierto es que no tiene sentido el mito romántico,
surgido en una época muy posterior, que hace de los cristianos una
minoría acosada en todo momento, literalmente obligada a refugiarse en
las catacumbas de una persecución incansable. Igualmente, poco de
verdad tiene el mito actual que quiere presentar los progresos del
cristianismo como el avance de una religión de los no privilegiados.
(…)En
general, a diferencia de muchas asociaciones comerciales y de numerosas
cofradías cultuales – la mayoría de las cuales tenían como
requisito la pertenencia a una determinada clase o a un determinado sexo
-, la Iglesia cristiana constituía un grupo muy variopinto. En ese
sentido no se diferenciaría mucho del nuevo Imperio en miniatura: los
sectores más altos y más bajos rejuntaban e igualaban, al estar ahora
sometidos ambos a la todopoderosa ley de un solo Dios.
(…)
En esas congregaciones no estaban ni mucho menos abolidas las
diferencias sociales. Antes bien eran respetadas con una atención
sumamente rigurosa y compleja.
(…)
Las iglesias cristianas del siglo III no eran en modo alguno lugares en
los que el mundo se pusiera al revés. Lo que les interesaba a las
gentes de la época era el mensaje que se predicaba en ellas, y que
gracias a ellas llegaba a realizarse. Un mensaje que hablaba de la
salvación y el pecado.
(…)
La salvación significaba, ante todo y por encima de cualquier otra
consideración, la salvación de la idolatría y del poder de los
demonios. “La unidad de Dios y la refutación de los ídolos” eran
temas que todo cristiano o cristiana seglar tenía la posibilidad de
exponer ante los extraños. Toda tradición antigua quedaba
reinterpretada en esa doctrina. En la religión politeísta, los dioses
de categoría inferior habían sido tratados como criaturas ambivalentes
y caprichosas, capaces de ser unas veces malvados y fáciles de manejar
y otras benévolos y poderosos. Los cristianos atacaban a los dioses
paganos no negando su existencia; por el contrario, existían, sí, pero
todos ellos eran igualmente malos. Todos los dioses, hasta los más
excelsos, eran malévolos e indignos de confianza. Los demonios, poderes
invisibles y sin rostro, viejos maestros del arte de la ilusión, se
limitaban a utilizar los ritos, mitos e imágenes tradicionales del
politeísmo a modo de máscaras mediante las cuales alejaban cada vez más
al género humano del culto del único Dios verdadero. El politeísmo
existía con el único objeto de negar la existencia del Dios verdadero,
esto es, el cristiano. Desde el punto de vista de los cristianos de la
época de Constantino, el culto que desde tiempo inmemorial se rendía a
los dioses en la totalidad del mundo romano era una gran ilusión. Los
antiguos ritos por los que el emperador Diocleciano mostraba tanto
respeto no eran más que un aparatoso decorado, un telón de teatro
colocado entre la humanidad y su verdadero Dios.
Por
otra parte ese Dios no era una realidad distante. Las comunidades
cristianas se oponían al mundo politeísta en un frente en el que
cada paso se oían las detonaciones producidas por las diversas
demostraciones del poder de Dios. El exorcismo, por ejemplo, era una
forma perfectamente habitual de drama religioso. La curación se llevaba
a cabo expulsando del cuerpo humano a los espíritus dañinos que lo habían
invadido y se habían posesionado de él. Los cristianos utilizaban esta
práctica, tan corriente por aquel entonces, para impartir ni más ni
menos que toda una lección resumida de la dirección que venía
siguiendo la historia del mundo. (…) El exorcismo ponía de manifiesto
de un modo palpable la retirada (…) de los antiguos dioses, mientras
que los demonios, pronunciando a gritos los nombres de las divinidades
tradicionales, retrocedían y se apartaban violentamente de cuerpo de
los posesos (…).
Ni
siquiera en los momentos de mayor auge de la Gran Persecución el
martirio constituyó un acontecimiento habitual en ninguna región. Pero
los que murieron por Cristo lograron que el poder de Dios se hiciera
presente de un modo arrollador entre los creyentes. Incluso cuando
estaba en prisión, el mártir en potencia constituía un motivo
especial de regocijo para la comunidad cristiana (…).
(…)
Para el cristiano normal y corriente la única victoria posible en todo
momento era la victoria sobre el pecado y, en último término, sobre la
muerte. El funeral cristiano era una procesión triunfal (…) Para la
comunidad de los vivos, sin embargo, el pecado era la preocupación más
acuciante. Y en la iglesia primitiva, el pecado - pese a los prejuicios
que actualmente puedan tenerse contra ese concepto – era una noción
muy concreta y además muy provechosa. Proporcionaba al hombre de la época
un lenguaje en gran medida nuevo y absolutamente inequívoco mediante el
cual podía hablar del cambio experimentado y de la relación del
individuo con la nueva comunidad religiosa.
Algunos
elementos del nuevo lenguaje del pecado y la conversión existían con
anterioridad. Lo único que hicieron los cristianos fue retocar una
afirmación de los antiguos filósofos según la cuál la filosofía era
el arte de la autotrasformación. El cristianismo -en opinión de sus
adeptos- era una “filosofía” otorgada por Dios, una “escuela de
virtud” abierta a todo el mundo.
Postulaban
una posibilidad de discontinuidad en la persona que los paganos más
rigurosos consideraban un desatino y una irresponsabilidad. Pero la idea
de transformación total gracias a la conversión y al bautismo
resultaba sumamente grata a los autores cristianos en una época de
cambios radicales como aquella (…).
A
diferencia de lo que ocurría con la introspección del filosofo pagano,
caracterizada por una individualidad feroz. En los círculos cristianos
la cuestión del pecado era una tarea de trabajo colectivo. El pecado
podía ser transformado en rectitud mediante una reparación a Dios. Y
la reparación no era un asunto meramente personal. Era la pequeña
comunidad cristiana (…) la encargada de interceder ante Dios por cada
uno de los fieles reunidos para la oración, y la que decidía en
realidad cuándo y cómo era posible esa reparación, e incluso si
efectivamente lo era. Se suponía que en una asamblea cristiana habían
de producirse escenas sobrecogedoras de “exorcismo” moral, gracias a
la penitencia de los pecadores más notorios. Por ejemplo, un adúltero
[podía
ser llevado] en medio de sus hermanos y [hacer que se postrara] vestido
de estameña y cubierto de ceniza, en una mezcla de desgracia y
horror… hasta provocar el llanto en todos los concurrentes, lamiendo
sus plantas y abrazándose a sus rodillas.
(…)El
arrepentimiento exigía actos concretos y visibles de reparación. Los
cristianos habían heredado del judaísmo la costumbre de dar limosnas
“para la remisión de los pecados” (…) La limosna se daba con
regularidad porque también el pecado se cometía regularmente. (…)
Fruto de esas estructuras mentales que hacían del acto de dar un
elemento fundamental en los usos cotidianos de la comunidad cristiana,
las iglesias de finales del siglo III surgieron como organismos
extraordinariamente bien organizados y solventes.
(…)Aquel
caudal condujo a la creación, sobre una base de dimensiones
desconocidas hasta entonces, de una sola comunidad religiosa y se propagó
por los márgenes de la Iglesia de tal modo que daba la sensación de
que la comunidad cristiana era capa de extenderse hasta los rincones más
apartados de la sociedad romana.
Así,
pues, cuando a partir de 312 empezó a salir del palacio de Constantino
una verdadera riada de leyes y cartas personales en defensa del
cristianismo, había ya un grupo religioso perfectamente dispuesto a
percibirlas y a explotarlas, y que además sabía aprovechar su buena
suerte. (…).
Capítulo
tres: Tempora Christiana (pp.41-43)
(…)
Los habitantes del Imperio romano recientemente reorganizado esperaban
que se produjeran cambios en muchos aspectos de su vida. Sin embargo, al
prestar su apoyo a los cristianos, Constantino y sus sucesores habían
escogido a un grupo que efectivamente podía enorgullecerse de los
cambios conseguidos a expensas de las creencias tradicionales de la
mayoría de la población. Sucesivamente a partir del año 312,
Constantino, su piadoso hijo Constancio II (337-361) y, por último,
Teodosio (379-395) prohibieron la celebración de sacrificios públicos,
cerraron templos y se vieron implicados a menudo en actos de violencia
local contra los principales lugares de culto pagano, el más
espectacular de los cuales sería la destrucción del gigantesco
Serapeion de Alejandría en 391.
Un
ruidoso sector de la opinión cristiana se encargaría de revestir esos
actos gubernamentales, por lo demás bastante esporádicos, de un aura
de absoluta inexorabilidad. Los cristianos de la época nunca hablaron
del paganismo como de una religión viva. Lo consideraban una fe
obsoleta, una superstitio. Parafraseando las crudas palabras de
uno de los primeros edictos de Constantino, los politeístas podían, si
así lo deseaban, “seguir celebrando los ritos de una ilusión ya
pasada de moda”, siempre y cuando no obligaran a los cristianos a
participar en ellos.Incluso
mientras fue tolerada su existencia, el politeísmo fue permitido únicamente
con la condición de que se presentara como una cáscara hueca, como una
fe vacía de toda fuerza sobrenatural y caracterizada por el estado cada
vez más decrépito de sus templos, otrora gloriosos.
A
finales del siglo IV empezó a circular entre los cristianos el término
paganus, “pagano”, para subrayar el carácter marginal del
politeísmo. Originariamente la palabra paganus significaba “personaje
de segunda clase”, designando por ejemplo al paisano frente al soldado
regular, o al suboficial frente al oficial de alto rango. Un sacerdote
hispano, Orosio, que escribió Historia contra los paganos por
encargo de san Agustín en 416, añadiría un nuevo elemento a este
sentido denigratorio y excluyente. Hacía saber a los politeístas
cultos, a los notables de las ciudades e incluso a los miembros del
Senado romano, que la religión que profesaban era propia de las gentes
del campo, de los habitantes del pagus, de los paysans o paesanos,
es decir, una religión propia únicamente de un obstinado grupo de
campesinos que no se habían visto afectados por los tremendos cambios
que habían puesto patas arriba las ciudades del Imperio romano.
(…)
Los extractos de las leyes sobre la religión publicadas de los tiempos
de Constantino a los de Teodosio II ponen de manifiesto la certeza cada
vez mayor en este sentido que tenía el Estado: en el nuevo orden romano
no iba a quedar mucho espacio para la herejía, para el cisma o para el
judaísmo, y absolutamente ninguno para “el error del necio
paganismo”.
Esta
actitud tan expeditiva, aunque había de desempeñar un papel decisivo
para el mantenimiento de la moral de las iglesias cristianas, no era
compartido necesariamente por la mayoría de los habitantes del mundo
romano. En cierta ocasión, Aniano, hijo de Matutina, un britano
romanizado del siglo IV; a quien un desconocido había robado una bolsa
con diez monedas de plata; acudió abrumado al templo de Minerva Sulis
en Bath para depositar en la fuente sagrada de la diosa una tablilla en
la que maldecía al ladrón. La maldición contenía una lista
convencional de posibles sospechosos: “ya sea hombre o mujer, niño o
niña, de condición servil o libre”; pero a continuación incluía
una nueva antítesis “ya sea cristiano o gentil, quienquiera que
sea”. En la Bath tardorromana había cristianos; pero eran una clase
de gentes como cualquier otra; y se creía que, como cualquier otra
persona, se hallaban sometidos al poder vengador de una divinidad
antigua, todavía poderosa.
En
Hipona y Cartago, en el corazón mismo de la cristiandad mediterránea,
las personas refinadas que asistían a los sermones de san Agustín y
que se consideraban buenos cristianos tenían grabado en el fondo de sus
cerebros una imagen del mundo sobrenatural que nada tenía que ver con
la dramática polarización propuesta por sus cabecillas. Y tampoco su
monoteísmo era tan radical. Su fe en el Dios supremo de los cristianos
era sincera. Pero su fe en ese nuevo Dios máximo no tenía por qué
afectar a todos los aspectos de su vida:
Hay
quienes dicen: “Dios es bueno, grande, supremo, eterno e inviolable.
Él es quien nos da la vida eterna y la incorruptibilidad que nos ha
prometido junto con la resurrección de los muertos. Pero todo lo
relacionado con el mundo físico y nuestro pertenece a los daemones
y a los Poderes invisibles [infernales]”.
Para
los oyentes de san Agustín los poderes infernales no eran, ni
mucho menos, criaturas impotentes. Algunos feligreses distinguidos
recordaron a su obispo que, al fin y al cabo, los dioses ya habían
profetizado su retirada de los templos en una serie de oráculos que
circulaban de boca en boca. Para aquellas personas el venerable pasado
religioso de Roma no era en su totalidad una mera ilusión demoníaca.
En su universo existían otros poderes más familiares, protectores de
las actividades más humildes, que no habían sido relegados por la
austera y exclusiva presencia del Dios único de los cristianos.
Nuestra
imaginación moderna -que ha heredado del estricto monoteísmo cristiano
una absoluta incapacidad para penetrar en la cosmovisión perfectamente
compartimentada propia del hombre de la Antigüedad tardía- tiene que
hacer un esfuerzo tremendo para darse cuenta de que, durante los siglos
IV y V, en todas las regiones y en todos los ámbitos culturales, había
muchos creyentes que tenían las mismas ideas que los fieles de la
congregación de san Agustín. Pues para cambiar una mentalidad tan
generalizada de un modo significativo y hacerla partícipe de la
intransigencia de los cristianos más “avanzados” y estrictos era
preciso que cambiara toda la sociedad y la cultura del Imperio romano. Y
eso es precisamente lo que ocurrió en las generaciones que van de la época
de Constantino y Constancio II, tan opulenta y segura de sí misma, al
período, mucho menos alegre y confiado, que dio comienzo con el reinado
de Teodosio I.
NOTAS
