
Solsticio
de Invierno
Empecé
a concebir este artículo en el corazón de un centro comercial venido a
menos, en el que cada año por estas fechas torturan a los trabajadores
con una larga letanía de villancicos indescifrables a modo de hilo
musical. Las calles abarrotadas de gente, consultando en los escaparates
qué presentes pueden llevar para cumplir con el impuesto familiar, y éstos
respondiendo con montañas de papel y lazos rojos y dorados, de
bombillas y cables, de quilos y quilos de plástico fallidos en su
intento de parecer ramas de abeto, o incluso golosinas. Niños
chillones, padres histéricos... no es de extrañar que para muchos
estas festividades se conviertan en una tortura. Si tratamos de rescatar
los vestigios de la antigua celebración del Solsticio Invernal, debemos
en primer lugar apartarnos del enorme armazón barroco y vacío que nos
acecha como un monstruo en cada esquina, desde finales de noviembre,
para derrumbarse inmediatamente en montones de basura tras la última
vigilia del consumo navideño.
Encerrada
en una taquilla, mis ojos desesperados fueron a parar a una bombilla. A
una sola bombilla medio oculta entre el plástico verde, y todo lo demás
pareció fundirse alrededor… y empecé a recordar un tiempo en el
que todo era diferente.
Un
recuerdo vivo de largas noches, de momentos silenciosos en los que la
calma era como un manto envolvente, aspirando el olor del árbol, de la
tierra húmeda, cargada de añoranza por el bosque; contemplando con
fascinación aquellos ínfimos y cálidos resplandores que hablaban en
su propio lenguaje a lo más profundo. Un pesebre que era un
bosque en miniatura, por el que mi gata se paseaba como una reina
giganta; un pesebre que con los años vio desconcharse las humanas
figurillas al tiempo que aumentaban los ganados, la fauna salvaje, la
vegetación, el agua... Noches llenas de expectación porque una noble
visita acontecería en la fecha señalada. Lo que apresaba mi alma
infantil no eran los regalos, sino sus portadores, entrando en silencio
en el hogar para dar su bendición. Todo lo demás, era parte de un
mundo que no me pertenecía más que de paso, era lo que ahora llamaría
formalidad, y entonces agobio.
Insistía
mucho en que el árbol tuviera raíces, para poderlo replantar; en que
las guirnaldas no lo atosigaran, en que no lo ahogara el calor de la
estufa… en cuidarlo como a un huésped señorial. El árbol es en sí
un símbolo de continuidad, de renacimiento; si uno tiene la suerte de
poder replantar su árbol de Yule, descubrirá en la primavera que han
surgido de sus ramas, de su tronco, tiernas yemas de un verde claro; al
año siguiente éstas se habrán endurecido, sin diferenciarse de sus
predecesoras, para que nuevas yemas puedan brotar con la nueva
primavera. Es el secreto del árbol, pero muchos otros se
entrelazan en sus ramas como preciosas guirnaldas. Yo no sabía por
entonces que me encontraba ante un descendiente del viejo Yggdrasil, el
Fresno de la existencia.
Yggdrasil,
el árbol sagrado de la mitología Nórdica (pero no exclusivo de la
misma), es en realidad la plasmación, en una única y poética imagen,
de un orden universal.
El
gran fresno está habitado en su cima por una gran águila, por su
tronco corre la ardilla Ratatosk, y bajo sus ramas cuatro potros
mordisquean sus yemas, tres son sus raíces principales; una se
extiende hacia el reino de los dioses ases, y allí se encuentra la
fuente Urder, donde nadan los padres de la raza de los cisnes, y con
cuyas puras aguas riegan las Nornas el árbol. Las Nornas que deciden el
destino de todas las criaturas, y que en realidad son muchas más que
tres, descendiendo en algunos casos de elfos, incluso de enanos. También
aquí se dirigen los Dioses para presidir el juicio.
Otra
raíz se extiende hacia el reino de los Gigantes, y allí se encuentra
la fuente de Mimmer, en la que se halla la sabiduría, y en la que el
mismo Odín dejó en prenda su ojo para tomar de ella. La tercera se
extiende hacia el reino del frío y las tinieblas, roída por
incontables serpientes (según versiones dragones) entre las que se
encuentra Nidhurg.
Heinrich
Niedner,
en su recopilación de Mitos Nórdicos (1915), escribe acerca de
Yggdrasil una reflexión muy cercana a la meditación;
“Sus
raíces son roídas por las serpientes y unos potros muerden sus ramas,
pero sin embargo el árbol inmortal se mantiene en pie y florece de año
en año (…) hunde profundamente sus raíces en el reino de Hela o de
la Muerte; su tronco alcanza las alturas del cielo, y extiende sus ramas
sobre todo el universo.(…) Sus ramas, con sus florecimientos, y sus caídas
de hojas – acontecimientos, sufrimientos, acciones, catástrofes-, se
extienden a través de todos los países y de todos los tiempos. ¿Acaso
cada una de sus hojas no es una biografía, cada una de sus fibras un
acto o palabra? (…)Pero el árbol no es todo el símbolo; está ligado
con las grandes aguas, con la transparente fuente (…) y a los ríos
turbulentos que circulan en las entrañas de la tierra. Mientras que la
calma firmeza del árbol y el ruido monótono del viento a través de
sus hojas invitan al espíritu a reposar, la incesante actividad de las
diferentes especies de animales que se alimentan de sus ramas nos
recuerda la Naturaleza, que jamás reposa y jamás se fatiga. El árbol
suspira y muge bajo su peso; los animales se mueven en él y a su
alrededor (…) cada especie tiene su sitio y su destino (…) y
mientras todas están activamente ocupadas, las gotas de rocío caen
para refrescar la tierra y el corazón del hombre. (…) Hay varios que
lo vigilan y lo cuidan; unos seres más elevados lo protegen (…) todo
lo que posee vida (…) tiene su morada en este árbol y su trabajo para
realizar.”
La
imagen de Yggdrasil articula una cosmovisión en la que nada queda
excluido, un orden perfecto en el que cada elemento tiene una función
propia, coordinada con el resto, en el que los aspectos positivos y
negativos se equilibran. Enlaza el cielo desde sus alturas insondables,
con la profundidad más oscura; lo que está por venir con lo que fue
primero, y enlaza las diferentes especies de la naturaleza; animales,
espíritus y dioses. Enlaza también este macrocosmos con el microcosmos
de un solo humano, representando el mundo interno del humano, los
arquetipos que pueblan su psique.
Este
recorrido que realizamos al contemplar el gran árbol, cuyo espíritu
encarna también el árbol de Yule; esta toma de conciencia de que hay
un lugar adecuado para cada elemento, en el que cumple una función
necesaria; este viaje o flujo de comunicación, de lo elevado a lo
profundo, de lo interior a lo exterior, de lo común a lo propio, de lo
viejo a lo nuevo, y a la inversa, es un ejercicio que, de uno u otro
modo se ha practicado comúnmente entre los ocultistas. Lo vemos de un
modo más cercano en la práctica del enraízamiento (grownding);
pero también podríamos observar su esencia, bajo unos signos muy
diferentes, en la llamada Cruz Cabalística de la práctica ceremonial.
Yggdrasil es un símbolo del orden que se mantiene por el equilibrio,
una poderosa imagen para aprender a centrarnos, a profundizar y a
crecer, para interactuar de un modo sano, útil, y sabio, con nuestro
entorno. Es un lugar sagrado en nuestras almas al que nos podemos
acoger, y encontrar todo cuanto nos es necesario para seguir adelante.
Prestar
atención a este antiguo símbolo puede ser un buen momento para empezar
a ver los árboles de otro modo, en especial para todos aquellos
paganos/as que no han encontrado aún la manera de “conectar” con
ellos.
Bajo
las ramas del Gran Árbol, viejo como el Mundo, en las noches cercanas a
Yule se llevan a cabo batallas rituales, en las que los hombres
adoptan el rol de fuerzas naturales, para estimular y asegurar el cambio
estacional. De estas batallas nocturnas, derivan a buen seguro las
escenificaciones rituales en las que el Dios del Año Claro asesina a su
hermano, Dios del Año Oscuro; pero aún anterior a éstas,
encontramos la costumbre de los Benandanti (s.XVI-XVII), de los
que habla Carlo Ginzburg,
según la cual, estos benandanti se desdoblaban para llevar a
cabo una lucha con las malvadas stregoni (brujas), para asegurar
las cosechas, en fechas señaladas (y coincidentes con los grandes
momentos del ciclo anual celebrados en el paganismo actual). Del mismo
modo, del año 1961, en Livonia, datan las actas de un juicio a un
hombre lobo, Thies.
Describiendo un proceso similar, el viejo Thies aseguraba que tres veces
por año, en las fechas de Santa Lucia (cercana al solsticio de
Invierno), San Juan (cercano al solsticio de Verano) y Pentecostés
(Primavera), los hombres-lobo descendían a los infiernos para recuperar
el grano robado por los brujos y llevado por éstos al Diablo,
para impedir que se perdieran las cosechas. Si bien puede sorprendernos
que en ambos casos brujas y brujos sean calificados de maléficos;
podemos deducir que el éste nombre asignaba simplemente un rol,
mientras que los benandanti y los hombres lobo (seres con
las mismas o muy similares características desdoblamiento, metamorfosi,
capacidad de desplazarse en el astral) encarnarían el rol opuesto. Tras
cincuenta años de presión Inquisitorial los benandanti, que en
principio se describían como cristianos, acabaron definiéndose a sí
mismos como brujos. Mircea Elíade,
vio en ellos la continuación de las posibles batallas rituales que
describíamos al principio. En mi opinión, el hecho de que tanto el
hombre lobo Thies, como los benandanti se definieran como
cristianos y aliados de Dios en contra de las brujas y el Diablo,
responde a la voluntad de identificar sus acciones como benéficas para
la comunidad, según el canon ético de la época que vivieron, aun
cuando las raíces de sus poderes y roles se remontaran a una época tan
ajena y lejana a los mismos que creaba confusión incluso entre sus
contemporáneos. Una época lejana, en la que los de un lado y los de
otro hubieran sido dos equipos enzarzados en un mismo juego, en lugar de
dos tradiciones opuestas.
Más
adelante volveremos a hablar de movimientos nocturnos, pero prestemos
ahora atención al centro del huracán, a la “noche de paz”…
Modranicht, La noche de las madres, “Es
la noche dedicada al misterio de la maternidad, dejando presentir esta
gran experiencia del renacimiento del Sol saliendo del abismo del mundo,
del seno maternal de todo ser”.
Por este renacer se apagan viejas luces y se encienden otras nuevas, a
partir del tronco de Yule que arde desde el atardecer hasta el alba, a
partir de la llama del hogar, rodeada por el clan, festejada por los más
cercanos de los nuestros, y se encienden también velas por aquellos que
están lejos, sabiendo que dondequiera que estén una llama hermana nos
responderá bajo el frío cielo.
Este
cuidado de la aún pequeña y débil luz queda perfectamente
representado en la construcción de farolillos y lámparas, así como en
el uso de éstos, y de antorchas, para la tradición de la "llamada
a los reyes" que trataremos más adelante. Hoy en día, con la
electricidad y la ostentosidad de los adornos se ha perdido, tal vez, el
valor de esa primera llama surgida en la noche más larga del año, en
el momento de mayor oscuridad. Son fechas de festejos, pero hay un
momento en el centro en el que todo se debe detener, como muestra de
respeto, y dar paso a la silenciosa contemplación del Misterio. La
llama del nacimiento debe estar envuelta de oscuridad, pues es en la
vasta oscuridad del útero, en la profundidad de la Tierra, en el negro
del infinito Universal, dónde surge la Luz Primera; tal es el misterio
al que debemos nuestra propia vida, y la de todo cuanto amamos y nos
rodea. Tomar minutos sin contarlos, para desplazarnos fuera del tiempo y
volver nuestros sentidos hacia lo Grande. Aquello que en realidad merece
ser reverenciado.
Pero
el nombre de Modranicht, “La noche de las Madres”, no deriva
necesariamente del concepto de una Gran Madre,
como podríamos pensar, sino tal vez de las Tres Madres. Estas imágenes
se han conservado en costumbres populares y leyendas. Estas Tres Madres
son las ancianas Visitadoras de niños, a quienes nuestros pequeños
ancestros esperaban con la misma expectación con la que los niños de
nuestra generación esperaron a su correspondiente Padre Noel o Reyes
Magos. A estas Tres Madres, cuyas reminiscencias podemos encontrar en
las tres hadas del cuento de la Bella Durmiente, les era consagrado cada
nacimiento, y en especial la noche del solsticio de Invierno; ellas
aportaban sabiduría a hombres y mujeres y bendecían con sus dones a
los recién nacidos y a los niños del hogar. Las amas de casa, en las
noches sagradas, tenían como deber disponer la mesa para ellas, con
viandas y cubertería, bebida y vasos, para que las Tres Hermanas, como
también se las llamaba, pudieran saciarse. Se las llamaba también las
“Perchten" (luminosas), y las “Grandes Consejeras”. Es
posible que sus características de sabiduría, poder de concesión de
dones y trinidad, a las que se añade la fecha de su festividad
principal, hayan sido desplazadas hacia los “Magos de Oriente”, de
quienes en principio se desconocía el número, para pasar a ser los
“Tres Reyes”.
A
su vez, el origen de estas Tres Madres, se remonta al culto a las
Matronae, divinidades femeninas, germánicas y celtas. Se conservan
numerosos altares votivos y piedras gravadas, en toda la región del
bajo Rin, pero también en Inglaterra, Francia, Italia e incluso España.
Presentan rasgos comunes y pertenecen todas a época pagana ( desde
mediados del s.I d.n.e hasta el V), bastantes se agrupan en lugares de
culto, sin tener un paralelo en la religión romana.
Las
matronas suelen tener nombres que hablan de sus poderes; unas atorgaban
bienes materiales, otras sabiduría (y magia), otras sanación, otras
protección, otras tenían a su cargo una región, o unos individuos
concretos (con el devenir del tiempo algunas se convirtieron en espíritus
tutelares, de una familia o clan). El culto a estas diosas tiene un
amplio sustrato germánico, pero articulado sólo localmente; este
sustrato incluye la imaginería de la “Diosa Triple”, el grupo
formado por la anciana, la mujer casada en edad fértil, y la joven
soltera. El culto a las Matres es en multitud de ocasiones, un culto
plural a unas deidades femeninas, en un grado de mayor o menor
especialización, o definición; se trata de Diosas que tal vez no
destacan en los relatos de la mitología oficial, pero que resultan
mucho más cercanas y presentes entre las personas.
Escribe
acerca de ellas Enrique Bernández:
“No me cabe duda alguna, pese a lo insuficiente de nuestras
fuentes, de que germanos y escandinavos ponían parte de las esperanzas
de renacimiento de la naturaleza, de la fertilidad y la riqueza de su
poblado en la acción de unos seres más bien indefinidos excepto en su
carácter esencial y exclusivamente femenino. Los ritos y sacrificios
serían simples, caseros, realizados seguramente en la granja familiar
(…) y habría sacrificios especiales como el nacimiento de un niño,
como atestigua su pervivencia en el folklore”.
En
ocasiones, a estas deidades femeninas múltiples se las relaciona con
nombres derivados, posibles invocaciones o epítetos a grandes Diosas,
como Freya. En esta línea merece la pena relatar la historia de la Frau
Holle, encargada en época pre-moderna de vigilar a las chicas en sus
tareas, y considerada un espíritu familiar. En ciertas épocas del año,
especialmente en Navidad, la señora Holle deja su marisma para hacer su
Visita, castigando la pereza y la negligencia o bien premiando el fuerzo
y buen hacer. Algunos veían en ella el devenir de las antiguas Diosas
Frigg, o Hertha (la Tierra-Madre). En su Mitología del Rin
(1860), de X.B. Saintine, se recoge la historia según la cual, tras el
advenimiento del cristianismo, la antigua Hertha se habría refugiado en
una isla, hasta que un sacerdote del antiguo culto propiciara su
regreso; éste iría a buscarla con un carro al que Ella subiría, y
entonces recorrería el mundo, repartiendo bienes y consuelos.
El
origen de la historia no se especifica, y tal vez, incluso fuera un
invento del autor de la compilación, o de alguna de sus fuentes. No
obstante, es una prueba del conocimiento de las antiguas Diosas, y su
pervivencia en el recuerdo de los hombres y las mujeres, muchos siglos
después de su esplendido reinado. El relato de Hertha exiliada parece
contener un cierto grado de añoranza, y hace pensar en quién podría
estar pensando en “un sacerdote del antiguo culto” que la
trajera de vuelta. Casi un siglo antes de que se produjera el
surgimiento de la Wicca moderna a manos de Gardner, parece ser que ya se
preparaba lo que podríamos llamar un importante “caldo de cultivo”
para el retorno del paganismo o, al menos, de algunos de sus elementos y
personajes.
Ahora,
compilemos algunos detalles que pueden parecer significativos. Según
los Farrar,
el diminutivo de Santa Claus, San Nicolas, es Nick Nick fue
empleado como nombre para el diablo, era también uno de los nombres de
Odín. San Nicolás no conducía renos, sino un caballo, como Odín.
También según los Farrar, en Italia, el lugar de Santa Claus lo ocupa
Befana, una bruja que sobrevuela la noche del 5 de enero, en su escoba,
para dejar regalos a los niños. Por otro lado, a las Tres Madres (que
derivan de las Matres, a las que se relaciona con valquirias y normas)
se las llama Perchten, y Frau Holle cumple una misión similar. Hertha
está destinada a volver sobre un carro, desde el que repartirá también
sus bendiciones.
Odín,
Perchta y Holle, son algunos de los nombres que recibe el líder
(femenina o masculino, según la región) de la Armada Nocturna, de la
Hueste Salvaje, de la que hablábamos ya en Samhain.
Decía el obispo Burchard en su Correcteur,
ou bien Médecin,
hacia el año mil de nuestra era;
“Ciertas mujeres afirman deber, por necesidad y por orden, hacer
esto: algunas noches, ellas deben cabalgar sobre una bestia, con la
tropa de demonios de apariencia femenina, y que la superchería popular
llama Holda (las Bienveillantes),
y ellas forman parte de su compañía...”
Sumemos a todo esto el relato de las batallas rituales de Benandanti y
el relato del viejo hombre lobo Thies; y encontraremos, tal vez, el
origen de las “cabalgatas de reyes” y la verdadera naturaleza de los
Visitadores de Yule.
Volvamos
a maravillarnos del núcleo numinoso de nuestros aliados en las sombras,
luces pequeñas, pero inextinguibles, como brasas que aguardan el
momento de reavivar el fuego, en la noche más larga y más oscura.
Ellos están ahí, siempre lo han estado, en perpetua agitación, fieros
guardianes del Gran Árbol de la Existencia, y amorosos, no obstante,
con sus criaturas. Parece ser que Yule es una ocasión propicia para
reunirnos con los familiares. No me refiero sólo a los consanguíneos
o políticos, sino a los genios, hadas, y espíritus varios que velan
por nosotros. Esos que tal vez llevan años susurrándonos sin ser oídos,
persiguiéndonos a través de las generaciones entre el ajetreo de
nuestra vida mundana. Tal vez vaya siendo hora del feliz reencuentro…
Y
de volver a escribir cartas, en las que definamos nuestros objetivos y
deseos.
Esto
por sí mismo, nos ha de ayudar a clarificar nuestra mente, y dirigir
con más destreza nuestras energías a un propósito concreto, en lugar
de andar lamentándonos por ahí porque no logramos nada de lo que
creemos que nos proponemos (y en realidad sólo dejamos pacer por
nuestra mente). Pero bueno, puede también que después de esto nos
encontremos con ayuda extra, como una agilización en los trámites, una
serie de afortunadas coincidencias, y ese tipo de cosas cuyos hilos
mueven suaves y translúcidas manitas (o patitas).
Este
artículo empezó rememorando mi propia infancia, y, como vemos, muchas
de las sensaciones y sentimientos aquí presentados corresponden a una
naturaleza infantil, no por inmadura, sino por inocente. Un universo aún
libre de dulcificaciones o adornos superfluos, en el que las luminosas
bendiciones brillan en la oscuridad, como maduran las bayas entre las
zarzas. En este orden de cosas, vale la pena recuperar la noción del
juego, como medio para plasmar la creatividad y el mundo interior al que
vamos accediendo a medida que recuperamos los lazos sagrados que nos
unen a la naturaleza, a la divinidad, a nuestro ser íntegro, que
tiembla de emoción por vivir.
Recuerdo
muy bien, que cuando era pequeña, una vez recogiendo leña en el
bosque, encontré un gran tronco caído, cuyas ramas se me antojaron patas.
Era demasiado grande para meterlo en la chimenea y usarlo de Tió,
pero de todos modos lo arrastré como puede hasta la parte trasera de la
casa. Decidí que era algo así como un animal salvaje, así que le puse
algún nombre como “Reno” o “Caballo salvaje” y pasé muchas de
las horas de luz sobre él, imaginando que cabalgaba (ahora veo que tenía
más sentido del que hubiera pensado). Se me ocurre que es un buen
momento para dejar que los niños entren bastones en casa, para
confeccionar escobas o, si tienen habilidad, monturas más elaboradas.
Otro
juego es el único un ritual que he heredado de mi familia natural, se
trata de un entretenimiento inventado para la noche de reyes que
seguramente no cuenta con más de dos generaciones de antigüedad,
y que también sólo ahora puedo relacionar con fuentes más profundas,
cobra un nuevo sentido para mí.
La
noche de reyes, después de ver la cabalgata tradicional, llevábamos a
cabo nuestra propia versión de la misma. Se apagaban TODAS las luces;
todos en fila de a uno, cogiendo al de delante de la cintura, por orden
de edad, de modo que el menor de los integrantes guiaba la comitiva, con
un farolillo en el que prendía una pequeña vela. Recorríamos las
habitaciones de la casa, cantando una cancioncilla popular (una invocación)
a los Reyes,
primero con voz suave, luego subiendo el volumen, hasta volver al punto
de partida. Encendíamos las luces, aún no había pasado nada.
Nuevamente apagábamos las luces, repitiendo la operación, cantando más
alto, y entonces caían dulces del cielo. Y al abrir las luces de nuevo
había algunos delicadamente depositados en mesas, camas y sillas. La
tercera vuelta era ya apoteósica, nos desgañitábamos cantando,
pisando los caramelos que no había dado tiempo de recoger, y esquivando
los que caían con cierta violencia. Cansados ya, encendíamos de nuevo
la luz, recogíamos los dulces más valiosos, y nos íbamos a dormir
contentos, no sin antes dejar pan y agua para las monturas, sabiendo que
los reyes no se iban a perder buscando nuestra casa, y expectantes…
porque luego vendrían en persona.
Eso
era lo que yo viví en mi infancia. Todos los familiares mayores y los jóvenes
que ya habían descubierto el secreto se ponían el abrigo para la
ronda, porque en los bolsillos llevaban los dulces que lanzaban al
aire… pero los pequeños de la casa no caían en ese detalle. Recuerdo
perfectamente que me costaba de creer que algo así fuera posible, pero
yo lo veía, lo tocaba, era real! (He aquí un truco de
ilusionismo de los que funcionan). Para colmo, consultando con los compañeros
de escuela, parecía ser que los reyes sólo dejaban caer sus mágicos
caramelos a domicilio en mi casa, pues ellos tenían que conformarse con
los de la calle. Cuando creces, la cosa no pierde gracia, es la excusa
ideal para hacer el salvaje un rato, gritar como un descosido, y, de
paso, como quien no quiere la cosa, tirarle algo a la cabeza a aquel
familiar que en la última reunión te dijo algo que no te gustó
nada. Basta con invocar a los visitantes correctos, y hacerse a la
idea de que las próximas tres semanas vamos a estar barriendo trocitos
de caramelo barato.
Pero
veamos la parte ritual del juego; Luces apagadas, sólo una luz, la del
nuevo nacimiento, la llama de Yule, haciendo la ronda para bendecir
nuestro hogar y sus integrantes. Disposición en séquito, por orden
generacional, los mayores son aquellos de los que venimos, ellos guardan
nuestro pasado y apoyan las nuevas generaciones; guía el menos, con la
luz de un nuevo principio, del futuro que está por venir. Tenemos un séquito,
una pequeña hueste salvaje en miniatura, espantando con ruido a los
malos espíritus (como en los rituales de inicios de año entre los
romanos) e invocando a los Visitantes, los protectores, para que dejen
caer sobre nosotros su bendición de abundancia. Al acabar, las ofrendas
respetuosas a estos visitantes, y por supuesto, a sus monturas. Y,
finalmente, un momento de recogimiento y paz, para honrar a nuestros
ancestros, nuestros protectores y guías, y el Gran Misterio de la
Existencia.
Vaelia
Bjalfi, 14 Diciembre 04
POSDATA
Pretendía
escribir un artículo breve, tal vez una hoja o dos… esta es la
octava. A medida que escribía, consultaba las fuentes y recordaba,
muchas ideas y reflexiones han venido a mi encuentro, más de lo que
pueda añadir en una posdata. Sin embargo, no quiero omitir una reflexión
que me ha estado persiguiendo insistentemente. Yule es el momento
estacional, en el que, en la hazaña del descenso al Inframundo, debemos
encontrar la luz, el tesoro, el objeto de nuestra búsqueda. En lo más
oscuro. Como el viejo Thies y sus camaradas lobos, recuperar el grano
robado, si es preciso arrebatándoselo al mismo Demonio y a su corte
infernal. Los lobos de la narración de Thies salían del infierno
molidos a palos.
Es
un momento en el que se nos pone a prueba, porque ha llegado el momento
de tener el suficiente valor para enfrentar lo que hemos venido a
buscar. Muchos se dan cuenta de que no imaginaban que era lo que ven
ahora ante sus ojos. Algunos iniciaron el camino por hacer algo, y
llegan a este punto transformados por el caminar. Otros, que lo han
perdido casi todo en el camino, ahora recuperan mucho más de lo que jamás
tuvieron. Puede que los partieron a la búsqueda del objeto de su deseo,
encuentran la respuesta a su verdadera necesidad. Y puede que los que
salieron al encuentro del conocimiento, encuentren algo que cueste un
buen trabajo asimilar. Siempre hay un premio para los que siguen un
sendero, para los que no abandonan, muchas veces este premio es también
una prenda a pagar, y un garante de que aún queda mucho por recorrer.
En
cualquier caso, este no es un momento definitivo. No basta con dispersar
la semilla, hay que cuidarla, hay que guardarla, hay que acompañarla en
el peligroso tramo que conduce a la realización. No hay recompensa sin
esfuerzo, y a veces, el esfuerzo por él mismo no basta, si no se acompaña
de efectividad. No hay que dar nada por hecho. Por ello nuestros
ancestros celebraban ritos con la intención de asegurar por todas las vías
posibles incluso la salida del sol, tras la larga noche.
El
tesoro, la luz de Yule, encontrada o recuperada en el fondo del
Inframundo, es como el oro de las hadas, que puede fundirse como nieve
al sol al volver a la Tierra. La luz del solsticio debe agarrarse
firmemente y sin vacilaciones; ella nos convierte en vigías, mientras
corremos a la superficie antes de que se desvanezca la magia. Tomemos un
tiempo para recuperar fuerzas, para agarrar bien fuerte, para apresar
nuestro tesoro, para impregnar de él cada pedazo de nuestro ser. En el
camino de vuelta pasaremos la feroz prueba de la primavera, en la que
deberemos cruzar el nimbo neblinoso de los pudiera ser, para
llegar a tierra firme, a los simplemente es, al mágico “Está
Hecho”.
A
MODO DE BIBLIOGRAFÍA MUY RECOMENDADA
Mientras
oteaba algunas webs para acabar de confirmar algunos de los datos del
escrito que acabo de presentar, di con una fantástica recopilación en
español del libro del gran historiador Ginzburz “Historia Nocturna”.
En él encontrareis más sobre la relación de las Matres con la
Anciana Armada, y otros datos que he ido presentando en varios artículos
al respecto de la Hueste Salvaje y su relación con las prácticas extáticas
de la antigua Europa. (No dudo de que sea mi premio de Yule, espero que
la disfruten tanto como pienso hacerlo yo).
http://club.telepolis.com/meugenia1/oscura_religion.htm
