Imbolg II

  

Descenso y Retorno del Inframundo.

En el festival de Imbolg se anuncia el difícil regreso de la primavera, abriéndose camino en la calma de la noche con el estruendo de una tormenta, con la luz pálida y helada del momento anterior al amanecer.  

Una imagen que, lejos de resultar apacible, nos remite a la lucha cruel de todos aquellos que emprenden el viaje a la vida, al dolor del desgarro de la unión con el vientre materno, cálido y seguro, para llegar a un mundo dónde nada es seguro, dónde el paso del ser al no-ser es tan fino como una hebra.

No bastará con nacer;  habrá que permanecer el tiempo suficiente hasta alcanzar la capacidad de sostenerse por sí mismo, para poder considerar siquiera la idea de una vida, a la que incontables esfuerzos jamás llegarán; y, entonces, seguir luchando para mantenerse en ella. ¿ Cuántas flores demasiado tempranas perecerán bajo el azote del viento y la helada, antes de ver el sol que salieron a buscar, o cuantos polluelos expirarán antes de haber batido sus alas?. Así, la belleza de la primavera, no residirá en los frutos que anuncia, sino en el esfuerzo titánico del más débil de los seres por enfrentarse a la derrota anunciada, y vencer, sin otra compensación que el llegar a ser.

Realmente la primavera es la estación más cruel del ciclo anual, y el nacimiento, cada uno de los nacimientos que podamos experimentar a lo largo de nuestras vidas, estará cercado de miedo y esfuerzo, será un angosto y oscuro umbral que nos arrebatará gran parte de aquello a los que nos sentimos unidos, y nos arrojará sin piedad a lo desconocido. Dónde, tal vez, tengamos la suerte de ser acogidos por  unos mayores que nos den los primeros pasos a seguir, y tal vez, simplemente, no sea así.

La primavera es el desasosiego de la Tierra, y es al tiempo su necesaria lucha por regenerarse, por regresar a la vigilia de los vivientes. Es el tiempo del regreso del largo viaje del alma a las profundidades,  a los salones de roca ornados de raíces, dónde las semillas guardan, dormidas, la promesa de lo venidero. Y para que esta promesa se cumpla, deben ser agitadas, hasta quebrarse sus escudos y despertar en un doloroso grito elevado hacia el cielo, al que deberán buscar y reclamar alimento.

Y en este regreso, recordamos a Perséfone, la doncella, volviendo a los brazos de su madre Deméter, y a la Madre regocijándose por el  reencuentro, devolviendo la vida a la superficie de la tierra. A menudo he hablado de Perséfone, a lo largo de los años, como doncella ingenua raptada por el poderoso Hades, luego como reina del Inframundo por méritos propios;  y al fin, al acercarse una nueva, difícil primavera, la historia da un vuelco, y he de verla como Madre, y, al fin, como una única, compleja, Divinidad.

Deméter y Perséfone fueron adoradas como un conjunto de diosas, o como dos aspectos de una única divinidad; Deméter es madre de Perséfone, sin padre conocido (luego algunos atribuirían la paternidad a Zeus), pero Perséfone es también un aspecto de Deméter, una versión previa de lo que ésta llegará a ser como realizadora. Entonces, Deméter  y Perséfone dejan de convertirse en el modelo de “madre/hija dependientes” que se les atribuye en la sociedad actual, para simbolizar el proceso interno, los elementos en lucha o simbiosis, que influencian a la persona en el tránsito de la iniciación.

En primer lugar tenemos a Deméter, situada ya en la genealogía de los Dioses Olímpicos, como una hermanas mayor (anterior) a Zeus. No hay dudas acerca de sus orígenes remotos como Diosa de la Tierra, que la asimilan a otras dioses anteriores en la misma genealogía olímpica, como Rhea, o Gea. Así, como las mismas, Deméter es una diosa remota, a la que se la da el aspecto, tratamiento y lugar conveniente en los tiempos del panteón olímpico. Y, aún así, conserva retazos de su anterior identidad, que sobresalen como astillas de una pieza a la que se fuerza a encajar en un rompecabezas.

Y una de esas astillas es, precisamente, la doncella, Perséfone, a la que el mito nos presenta como una ingenua recolectora de flores, que un desgraciado día es raptada por Hades, señor del Inframundo ( hermano de Zeus y, según el panteón olímpico, de la misma Deméter) y arrancada ella misma como frágil flor de la protección de su madre.

Sin embargo, no hay que dejarse arrastrar por el convencionalismo de la versión reglada de este mito. Al revisándolo a la luz de los textos más antiguos que nos remiten a versiones más antiguas del mismo tipo de diosa, como Astarté o a Inanna,  rápidamente encontramos a la Diosa que desciende al Inframundo por voluntad propia, en una lucha última contra el destino impuesto. Entonces ella vive una experiencia transformadora, que ha de revelar dónde quedan los verdaderos límites de su poder y conocimiento ; que es aquello que puede efectivamente cambiar, que es aquello a lo que la resistencia es inútil, y debe obedecer. El trance de su iniciación es una dura prueba, que no hace más que obligarla a trascender sus propios límites, para lo cual debe ser rota, quebrada, para crecer y guardar en sí el ser que ha crecido, alimentado por la luz del conocimiento y el poder (entiéndase cómo capacidad de hacer, de realizar).    

Así que Deméter, diosa en principio subordinada en la jerarquía olímpica, y situada en la tierra, lejos de los cielos olímpicos; debe forzosamente desdoblarse en otra, deja que una parte de sí misma realice el antiguo viaje iniciático que no se encamina hacia las alturas, sino hacia las profundidades. El rapto de Hades bien pudiera ser una excusa, un símbolo de la seducción de la llamada hacia lo desconocido, aún visto como fatalidad, en el sentido de un destino ineludible. Y si Deméter viaja a la profundidad del Inframundo, para devenir señora del mismo, no será por la mano de Hades, sino de la más oscura aún, la más profunda e inescrutable Hécate.; tal como Inanna viaja al Inframundo en busca de Tammuz, pero el verdadero valor de su iniciación deriva de su encuentro con Ereshkigal. E Inanna es reina, no sólo de la Tierra y del Inframundo, sino aún del mismo Cielo.

Así, por la estrategia del desdoblamiento, Deméter viaja, a través de Perséfone, hasta el Inframundo y recibe su iniciación. Allí desempeña las funciones de la reina del Inframundo, pero para completar el ciclo, Perséfone debe regresar a la superficie. Y esto debe ser forzosamente tan alentador, o tan doloroso, como el primer desarraigo; es abandonar también un mundo conocido, al que se pertenece, romper un lazo y volver a un lugar que tal vez sentimos ya extraños, en el que no sabemos si nos reconocerán o no.

Según el mito olímpico, Deméter en tierra llora la pérdida de su hija, sale a buscarla, dejando de lado la obediencia a su rol, la vida se desvanece en la superficie terrestre porque la Diosa descuida sus tareas. Y este es un acto rebelde contra el cielo, contra la jerarquía impuesta de Zeus, y los privilegios de Hades. Deméter no puede cumplir sus funciones de dadora de vida, si una parte de sí tan importante le es sesgada.

Esto es importante, puesto que pocas diosas, y en contadas ocasiones, se enfrentan a los dioses, y, a pesar de la amenaza del castigo que puede recaer sobre ellas, logran hacerlos ceder. No es una cuestión de género, la que estamos tratando aquí, sino de la pervivencia de ancianos valores que no han podido ser diluidos por la cultura posterior a su tiempo. Aquí es la Tierra y sus razones, las que se hacen prevalecer sobre los Cielos y las suyas. La amansada Deméter cambia su rostro, y se enfrenta a la imposición olímpica, porque la ley de la Tierra debe ser respetada, a pesar de los cambios del tiempo.

Sin embargo, también en el mito de Inanna, cuando la Diosa desciende al Inframundo por voluntad propia, la vida sobre la tierra se paraliza; la naturaleza se agota y detiene, los animales no procrean, etc.

A estas alturas es ya lícito pensar que la tristeza y el agotamiento de Deméter no son la consecuencia, sino la causa de la partida de Perséfone. Tenemos una Diosa encasillada en un rol demasiado estrecho para ella, en contradicción con aquello que la circunda, la trasgresión de este límite se convierte en una necesidad, porque Deméter está permaneciendo por demasiado tiempo alejada de aquello que realmente es, de su identidad real, de la esencia de su ser. Y de igual modo sucede con la exiliada Hécate, hundida más allá de la sombra de ese Hades que, a su lado, no es más que un joven atrevido.

Deméter está indeciblemente fragmentada, y su única esperanza es la acción comunicante de Perséfone, como un flujo constante entre las partes de su  ser. Deméter sobre la faz de la Tierra, dadora de vida, es también Hécate, regente de los muertos y de todo aquello aún no-nacido. Deméter no puede mantener el ritmo de una creación constante, y Hécate no puede mantener una quietud eterna. Si Deméter se agota, Hécate recibe una sobrecarga; y a la inversa, si  Hécate descuida sus funciones, es imposible que Deméter cumpla con éxito las suyas. En consecuencia Perséfone es atraída constantemente por la fuerza de ambos polos, es el elemento en constante fluctuación que impide la ruptura, y posibilita el equilibro, sin el cual la vida no tendría lugar.

Toda las persona tenemos dentro las imágenes arquetípicas de Deméter, Hécate y Perséfone, de Zeus y de Hades, de Inanna, Ereshkigal y Tammuz, del orden de los Cielos, y del orden de la Tierra. 

Me atrevería a decir, que todos tenemos un tirano interno, dominante, celeste, que trata de imponer  a la tierra cómo debe comportarse, sin entender que la tierra tiene su propio orden, y unos deberes sagrados que no pueden ser violados. En la Teogonía de Hesíodo, es Gaia, la Tierra, quien da origen por sí misma a Uranos, el Cielo; uniéndose después con él para iniciar la genealogía de la creación. 

Y en cierto modo, el dominio de Deméter, la superficie de la Tierra, no es ni más ni menos que el escenario de la realización, del fruto de la  unión de las posibilidades de la profunda tierra con los rayos emanados de la altura de los cielos. Y así como Perséfone conserva el equilibrio entre las fuerzas opuestas y complementarias  de Hécate y Deméter, es Deméter quien debe conservar el equilibro entre las fuerzas opuestas y complementarias del Cielo y la Tierra.

Como personas, para que nuestro ser esté completo, necesitamos del equilibrio, necesitamos tanto del descanso como de la lucha, del enfrentamiento y la interacción de los aspectos de nosotros mismos que moran en nuestro interior, gobernando cada cuál su parcela.  Nuestro rol, en la vida común, puede asemejarse al de Deméter. Asentados en la tierra de las realizaciones, rodeados de nuestra familia y conocidos, desempeñamos nuestro trabajo bajo un orden cultural establecido. Y, a veces, esto nos agota, y nos vemos en la necesidad de transgredir el modelo impuesto, para ir a la búsqueda de la esencia de nuestro ser. No es fácil, ni divertido, ni nada que se le parezca; pues resulta un conflicto entre la necesidad de aunarnos con nuestro propio ser inmaterial, y la necesidad, o el deseo, de conservar aquello que nos rodea.

Y llega un momento en el que el miedo a la pérdida nos acecha como un monstruo terrible; el miedo a perder aquello que nos rodea en el mundo común si partimos a la búsqueda de aquello que somos, y el miedo a perdernos a nosotros mismos, si no lo hacemos. Y estas son las terribles proyecciones emanadas del cielo, de la parte de nosotros que le corresponde, que no entiende que ambos mundos nos pertenecen, y en ambos debemos vivir y  actuar, que ambos se refuerzan y forman parte de una misma naturaleza.

Forzosamente deberemos rebelarnos ante este fantasma, esta maligna ilusión.

Cómo no podemos abandonarlo todo y partir a lo desconocido, es una parte de nosotros mismos la que desciende a las profundidades, mientras la otra queda al cargo de las funciones ordinarias, en parte liberada de su desasosiego, y en parte conociendo uno nuevo en la preocupación acerca de los cambios que el proceso ocasionará.

Y así ha de suceder en el momento en el que la parte de nosotros que ha recibido la iniciación se ve arrastrada  de nuevo hacia la vida mundana, hacia el territorio de la materia. Ella, ya la liberada de aquel terror a lo desconocido, la que viajó hacia el hogar antiguo y finalmente fue acogida en él, el mundo de las posibilidades absolutas;  debe ahora reencarnarse de nuevo en la tierra, someterse a la limitación, y trabajar para ganar la realización. Entonces también ella conoce de nuevo el miedo, y puede resistirse a partir. 

Pero al fin, debe hacerlo; de lo contrario quedará aún más limitada por el sueño eterno, por aquello que “pudiera ser”, pero jamás conoce la realización, ni la auténtica vida.

Aquello  que nos rodea en el mundo ordinario es modificado por la influencia de lo inmaterial, de lo profundo; pero lo profundo no tiene medio de expresión si lo desligamos de lo material, de aquello que somos cada día de nuestra vida, de nuestros actos humanos, bajo la mirada del cielo. Y así debe ser.

Debido a la fragmentación cultural de nuestro ser, nos vemos azotados por la necesidad de recuperar la propia integridad, aunando en nuestra persona las cualidades de los dos mundos, el interno y el externo, a los que nuestra naturaleza pertenece.

Sólo podemos tomar las cosas con serenidad y buen ánimo, aunque estos sean el fondo ante el cual derramamos nuestras lágrimas de rabia, de miedo, o de dolor; asumir que es parte de nuestra naturaleza como hijos de la tierra, y que, por tanto, estamos preparados para cumplir con la tarea, que no puede más que revertir en nuestro bien.

 No se trata de una renuncia a uno o a otro mundo, sino de cuidar de sus límites y contenido, para hacerlos encajar cada vez mejor, de modo que el uno sea reflejo del otro, y nos vayamos acercando a una identidad real, por la sincronía de nuestros diferentes niveles de existencia.

 Vaelia Bjalfi,

6 de Febrero del 2006.