
Algunas
cuestiones sobre la Edad del Hierro y el llamado “Resurgimiento
del Paganismo”
Introducción
Se
ha hablado, a lo largo de los últimos decenios, de un “resurgimiento
del paganismo”. Este vendría a estar indicado por un mayor interés
en lo concerniente al tema (aspectos culturales, políticos,
religiosos...), así como por la aceptación por parte de un sector
relativamente amplio de la opinión pública. El llamado “resurgimiento
del paganismo” llega hasta nosotros bajo la apariencia de una
mayor libertad. Pero, pasado el peligro de salir a la luz que ya
afrontaron las generaciones que nos precedieron, va siendo hora de
afrontar nosotros los peligros de nuestro tiempo. Que no son pocos.
Toda
situación de bienestar, aún cuando sea sólo aparente, tiene trampa.
No sería lícito pararse ahora a descansar sobre el trabajo que otros
hicieron, sino aportar algo a lo que ellos empezaron. Un factor clave en
este proceso consiste en analizar críticamente, a la luz de los medios
que tenemos al alcance hoy en día, los datos que nos han llegado. Para
empezar, algo que debiéramos replantearnos es qué hay detrás de ese
tan aclamado “resurgimiento del paganismo”.
Aún
asumiendo que la Wicca, tal como la conocemos, tiene su origen en los
trabajos de Gérald Gardner a principios del s. XX y el Druidismo
(sector organizado) en “La Orden Druídica” refundada en 1770, por
poner un par de ejemplos, cuando hablamos de paganismo (europeo y
occidental) no podemos evitar retroceder en el tiempo a la búsqueda
de una época “dorada”. Acudimos entonces a una Edad del Hierro que
se presenta ante nuestros ojos como el arcaico paraíso perdido;
buscando en él nuestros orígenes, una época habitada por unos
ancestros a los que nos sentimos próximos , los rasgos de los cuales
quisiéramos conservar. Este sentimiento de continuidad lineal con el
pasado “dorado” no es, ni ha sido nunca, una añoranza exclusiva de
los paganos. Exactamente del mismo modo en que no es, ni ha sido
nunca, mucho más que un mito historiográfico especialmente
cristalizado en torno a la figura de “los celtas”.
La
perpetuación de este mito moderno, que podría entenderse como un
pecado de inocencia, ha sido utilizado para legitimar ideologías y
nociones contemporáneas; difundiendo un falso escenario que, a la vez
que impide el acercamiento serio a la realidad del pasado, propaga ideas
que no tienen otra relación con las sociedades paganas del pasado que
la de esconderse tras ellas en una magistral maniobra de camuflaje.
Los
estudios sobre la Edad del Hierro.
La
sociedad occidental ha recreado un pasado siguiendo un modelo ideal que
pudiera responder a sus expectativas. Esto no ha sido un problema ajeno
a los especialistas en el tema; no hay que caer nunca en el error de
sacarlos de su contexto. Se ha creado una visión del pasado de la Edad
del Hierro europea según la cuál compartíamos características
que se adscriben a la Europa moderna. Lo cual ha sido más un acto político
que de investigación. Los especialistas en el estudio de la Edad del
Hierro, arqueólogos y prehistoriadores, también están sujetos al hilo
de una tradición. Dependen de los datos recogidos por aquellos que los
precedieron, y especialmente de las definiciones acerca del tema creadas
en el pasado. El problema ha sido obviar estas definiciones, asumirlas
para perpetuar el ideal. Pero no ha sido hasta principios de los años
noventa que se han empezado a criticar, des de la arqueología, las
bases sobre las que a lo largo de los últimos siglos se han acomodado
estas “fantasías contemporáneas sobre el pasado”.
La
Edad del Hierro no es histórica, sino prehistórica; a lo sumo podemos
decir que pertenece a esa categoría híbrida que se ha dado en
llamar “protohistoria”[1].
Así, ya desde un buen principio encontramos un problema clave; la
voluntad de contemplar la Edad del Hierro des de una perspectiva que
subraye la ya citada continuidad linear con la misma, a fin de crear un
pasado familiar y seguro en el que ubicar nuestras raíces. Se ha
seguido una metodología corrupta discriminando las fuentes de información
según el propio interés. Tal como señalan Hill y Cumberpatch (1993)
se ha enfatizando, por ejemplo, la proximidad cronológica con periodos
posteriores (especialmente con la Alta Edad Media), en busca de
“pruebas” que indicaran que Europa era esencialmente la misma antes
y después de la invasión romana. Ha habido también una preferencia
por las fuentes escritas, dándoles más importancia que a las fuentes
directas y agrupándolas indiscriminadamente aún cuando cada una de
ellas requeriría ser estudiada en su propio contexto. Se ha trabajado
desde un punto de vista exclusivamente europeo, potenciando el
sentimiento de descendencia, apropiándonos de ella como de una herencia
y negando la posibilidad de un pasado que contradiga las propias
expectativas sobre el mismo. Y se ha creado el paradigma de los
“celtas”.
En
la mayor parte de los estudios se utiliza el término “céltico”
como apropiado para aquellas culturas que ocupan la Europa central y
occidental durante la llamada “segunda Edad del Hierro”. En muchas
ocasiones se asimila la “Cultura de La Tène”[2]
con la “Cultura Céltica”. Tal como indican Belén y Chapa (1997)
esto supone un serio problema de análisis histórico, ya que el término
“celtas” se ha usado con una variedad notable de significados,
lo cual hoy en día se manifiesta en un notable confusionismo. Algunas
de estas acepciones fueron recogidas por Renfew;
a)
Pueblos denominados “celtas” por los autores grecolatinos.
b)
Pueblos que se denominaban “celtas” a sí mismos.
c)
Grupo lingüístico definido por la investigación actual.
d)
Complejo arqueológico definido como “Cultura de la Tène”.
e)
Estilo artístico desarrollado a partir del 500 a.n.e
existiendo,
además, muchos otros usos , desde alusiones al carácter “céltico”,
a reivindicaciones de carácter étnico, estilos musicales, etc.,
propios de nuestra época.
Según
Hill y Cumberpatch “Los “Celtas” nos son inmediatamente familiares
y su sombra borra la diferencia en la Edad del Hierro”. Estos celtas
fueron creados en el ambiente de la Europa del s. XIX , a la vez
influenciando y siendo influenciados por diversas ideologías,
como el Romanticismo, el nacionalismo y el imperialismo. Lo cierto es
que han sido durante muchos decenios lo que se esperaba que fueran;
para irlandeses y escoceses, por ejemplo, han representado el papel de
unos antepasados libres del dominio anglo-sajón, mientras que para
ingleses y franceses se han tomado como referencia “histórica” de
mitos nacionalistas que apoyaran la expansión imperial.
Si
hacemos un breve repaso de la historiografía del período en lo
concerniente a la Península Ibérica la manipulación de este pasado
queda nítidamente plasmada en las diversas teorías acerca de los
llamados Celtíberos, en las cuales se nombran tanto “celtas” como
“íberos”[3].
A
principios del s. XIX aún convive el tracto de fuentes de autores clásicos
con interpretaciones bíblicas de los primeros pobladores de la
Península. Durante la segunda mitad del s. XIX, España entra en
el movimiento Romántico Europeo. En este nuevo marco vemos reproducirse
lo que ya había sucedido en otros países: la búsqueda de la identidad
nacional, la obsesión por descubrir la riqueza de la propia cultura y
la exaltación de un pasado común y heroico. Se gesta una visión
genealógica del pasado en la Edad del Hierro, creando la ilusión de
unas características comunes y particulares anteriores a la llegada de
los romanos que persisten a través de los siglos. En esta época se
otorga entidad de razas a iberos, celtas y celtiberos; se los
distribuye en áreas de similar extensión el mediterráneo para los
iberos, el atlántico para los celtas y el área interior para celtíberos.
A su vez se considera que los iberos alcanzan el mayor grado de
civilización, mientras que los celtas son considerados tribus salvajes
que desconocen la agricultura, los celtíberos, que surgen de una unión
de ambas razas, alcanzarían un nivel cultural intermedio. Esta teoría
se encuentra en los manuales escolares de la época, tales como el de S.
Calleja.
Con
el paso del tiempo el concepto de celtíberos oscila entre si designa a
iberos “celtizados” o celtas “iberizados”, sobre el eje de
quien es el conquistador ( y por tanto vencedor sobre otro) y quien es
el conquistado. Estamos en el auge de las teorías invasionistas como único
modelo de cambio cultural, es decir, negando la influencia por cualquier
tipo de contacto que no fuera bélico, por ejemplo el comercial.
Encontramos esta visión, por ejemplo, en Bosch Gimpera.
La
balanza se decanta hacia el predominio celta con el
desenlace de la guerra civil española, desarrollándose una corriente
ideológica en apoyo a los germanos en la cuál lo céltico ejerce
el rol de mejorar tanto la cultura como la raza de la población, “constituyendo
un símbolo de identidad que le vincula a Europa y le separa de África”
(Burillo 1998). Para los historiadores de esta época, la raza y la
cultura ibérica (que para los de un siglo antes habían constituido la
cima del desarrollo cultural peninsular) no existen. En su lugar
encontramos una “tendencia iberizante”, una influencia clásica de
la cultura celta, que se inicia con la llegada de los púnicos y culmina
con la conquista romana. Martínez Santa Olalla (1941) termina su
discurso vinculando el presente con estos rasgos celtas de la
prehistoria española concibiendo la continuidad racial como sustento de
la continuidad étnica. Dentro de esta corriente encontramos también a
M. Almagro Basch según el cuál : “Los romanos supervaloraron lo
ibero y fueron dando este nombre a toda España, y luego historiadores
modernos han querido oponer lo ibero a lo europeo y hasta negar el
carácter de Europa a la península. (...) esto es falso, y cuánto de
africano o mediterráneo entró a formar parte de la población española
lo hizo antes de esta época que historiamos, o después con la invasión
árabe, quedando en general lo africano sometido y sin fuerza cultural
para imponer su personalidad. (...) desde el paleolítico se puede ver
el predominio de lo que con Europa nos enlaza.”
Este
tipo de teorías, que no encuentran soporte ninguno en las fuentes
escritas grecorromanas han sido defendidas desde una particular ( y
corrupta) concepción de la arqueología, por ejemplo vinculando la
presencia de un elemento arqueológico concreto con una interpretación
étnica (por no decir ya racial). Sin embargo, en algunos sectores
aún perduran como válidas, siendo empleadas para justificar ideologías
actuales, tal ves siguiendo la lógica absurda del “si está escrito,
tiene que ser verdad”.
Se
podría decir que la Edad del Hierro escapó hace tiempo del estricto
terreno del estudio prehistórico, para ser absorbida por el común de
la sociedad como un canto exaltado al que se han ido uniendo las voces
de los propios especialistas en el tema, en la medida en que, como
humanos que son, han dependido de su contexto.
Se
ha entendido la Edad del Hierro prerromana en función de un
paradigma “céltico”, entendiendo por “celtas” a un
conjunto de pueblos con una misma lengua y estructura social, unos
mismos espíritu y esencia. Así, tomando la Edad del Hierro como algo
“céltico” no ha hecho falta pararse a investigar lo que fue
realmente. Anteponiendo la teoría a la realidad, se han condicionado
las pruebas directas sobre el periodo. Se han explicado los hallazgos
arqueológicos en el marco preconcebido de esa sociedad y religión “célticas”,
quedando relegados a un papel prácticamente anecdótico en el que se
mutila cualquier posibilidad de contribuir, mediante un contraste crítico
con la teoría establecida, en los estudios acerca de la Edad del
Hierro.
Ha
prevalecido la voluntad de entender este periodo no por él mismo, sino
como justificación del periodo histórico posterior ( desde la Edad
Media hasta nuestros días). Hay que reconocer que la “celticidad”
es algo ilusorio; depende de una forma platónica, constituyendo una “esencia
que, en última instancia, descansa en conceptos nacionalistas y
racistas decimonónicos de etnicidad” (Hill y Cumberpatch 1993).
La
influencia en el paganismo actual.
Esta
homogeneización de la Edad del Hierro no ha afectado sólo a teorías
raciales, su nefasta influencia se filtra en las imágenes del arte, la
cultura y la espiritualidad que nos llega del periodo. ¿ En qué medida
el paganismo europeo occidental se ha visto afectado por esta ilusoria
“celticidad”?
Consultando
una obra básica de D. J. Conway[4]
podemos encontrar parágrafos como estos:
“(...)
Los celtas eran una de las razas más valerosas y más avanzadas
espiritualmente del Viejo Mundo, que tan sólo se debilitó cuando
aceptaron y se inclinaron ante la invasión del cristianismo.
(...)
En el momento culminante de su poderío su territorio se extendía desde
las Islas Británicas hasta Turquía, pero por último cayeron ante los
romanos y las tribus germánicas. Aunque no todos pertenecían a la
misma descendencia étnica, hablaban dialectos de la misma lengua. (...)
También eran guerreros de valor y ferocidad sin igual, temidos incluso
por las recias legiones romanas. Ellos echaron las bases de la
civilización europea.
Los
celtas eran un pueblo brillante, llamativo, intrépido y dinámico,
aunque también se inclinaban a la bebida y la jactancia. (...)
(...)
Es probable que haya sido este cono de poder visto por los demás, lo
que trajo la idea de que las brujas o magos usaban sombreros
puntiagudos.
El
símbolo de la rueda de cuatro rayos en cruz, un símbolo céltico
precristiano, es una representación del mandala del círculo mágico.
”
En
lo concerniente a magia no cabe duda de que Conway es una autora más
que recomendable, especialmente para la adquisición de nociones básicas
sobre el tema. Pero en el ámbito histórico perpetúa esos tópicos que
hemos visto al tratar la historiografía de los “celtas”. En
primer lugar vemos como se vuelve a atorgar a los celtas la entidad de
razas, en segundo lugar cómo se exaltan ciertas características
atribuidas a los mismos (tales como la heroicidad), para concluir con la
afirmación de que constituyen las raíces de nuestra Europa. También
se asimila a los celtas símbolos que, si bien pudieron usar, no les
corresponden en exclusiva. La rueda de cuatro rayos en cruz se
encontraba ya, por citar un ejemplo, en los estandartes totémicos
hititas del s. XIII a.n.e. Por otro lado, puestos a especular, parece más
lógico que en lugar de por la visión ajena de un cono de poder,
la idea de que magos y brujas usaran gorros puntiagudos tenga sus orígenes
en las tiaras cónicas, ornadas en no pocas ocasiones por cuernos, con
las que aparecen representados sacerdotes y sacerdotisas (dicho sea de
paso, también paganos) en las primeras civilizaciones de oriente.
En
este sentido, uno de los errores más frecuentes ha consistido en
asimilar a los celtas el megalitismo. La cultura megalítica se inicia
en el V milenio a.n.e , es decir, miles de años antes de la Edad del
Hierro en la que se sitúa a los celtas. Sin embargo, el megalitismo fue
un fenómeno extenso tanto geográfica ( abarcando la Europa atlántica
y mediterránea) como temporal (siguieron utilizándose hasta finales
del II milenio a.n.e. , por los campesinos de la Edad del Bronce). En
todo este tiempo, pudo permanecer la forma y variar el significado, como
indica M. A. Petit (1998) “Es probable que para los primeros
constructores significaran la voluntad y el empeño en mostrar una
cohesión social ante una situación azarosa, mientras que para los últimos
no fuera más que un modo tradicional de enterrar”. Los celtas no
tuvieron, en realidad, demasiada relación con los monumentos megalíticos,
simplemente menhires y dólmenes ya estaban allí antes de su llegada, y
continuarían estándolo tras su desaparición. Probablemente sucediera
lo mismo con el druidismo; por más que se haya extendido la imagen de
que los druidas constituían una especie de casta sacerdotal
exclusivamente celta.
En
este aclamado resurgimiento del paganismo, muchos han querido verse como
paganos, sí, pero europeos y civilizados , rebuscando en un
pasado falso el marco idílico de unos “celtas” que vivían en
“ciudades” y como dice Conway “avanzados espiritualmente”.
Existe una infinita complejidad simbólica muy anterior a la Edad del
Hierro, variada y sugerente, que tal vez ha sido minusvalorada por
carecer del soporte de las fuentes escritas o por ser imposible
utilizarla para una genealogía de etnias o naciones. Encontramos una
buena muestra de esta complejidad simbólica en el arte del Paleolítico.
En grutas secretas y casi inaccesibles, por las que menudo discurre un
riachuelo, vemos representaciones pictóricas que han sido trazadas con
sumo cuidado aprovechando los relieves de la roca para dar dinamismo a
las figuras. En el arte Paleolítico predominan figuras de un gran
realismo, contrastando con representaciones humanas muy esquematizadas y
un gran número de símbolos abstractos. La supervivencia de las gentes
del periodo dependía a menudo de la caza de los renos, íbices, y demás
“astados” ( a los cuales algunos grupos seguían en sus
migraciones). Por otro lado, a raíz de los descubrimientos de los años
80, parece ser que ejercieron un control sobre sus recursos alimentarios
mayor que el normalmente implicado en una vida de caza y recolección.
Es
probable que ya se prestara atención a los cambios en el ciclo lunar,
así como que ya se hubiera establecido la celebración ritual de los
cambios de estación. Encontramos también tallas, esculturas y gravados
en roca y hueso, algunos marcados por la figura esquematizada de un
animal cornudo. Algo que no puedo dejar de citar es el cuchillo de hueso
hallado en la cueva de La Vache, ornado a uno y otro lado por
representaciones animales ligadas, respectivamente, a otoño y
primavera, que nunca fue usado para cortar nada, porque, según
A. Marshack, habría sido destinado a usos “más elevados”.
No
podemos comprobar de ninguna manera que significado tenían estas
representaciones para aquellos que las realizaron, pero, sin embargo, es
innegable que esos símbolos siguen vivos hoy en día, en el contexto
del “resurgido” paganismo cuyas raíces se ha querido conceder, en
no pocas ocasiones, a los “celtas”.
Una
Edad del Hierro que rompe con el ideal.
Desde
los mismos arqueólogos actuales nos llega el rechazo a una “Religión
Céltica que pueda ser comprendida a partir de un puñado de mitos y
leyendas entresacados de las prácticas religiosas eclécticas del
Imperio Romano y de los registros de leyendas hechos por los monjes
cristianos muchos cientos de años después de la construcción de los
primeros oppidas ” (Hill y Cumberpatch 1993). En ningún
modo significa esto que los a los pueblos de la Edad del Hierro no
tuvieran una religión, unos rituales, una espiritualidad propia. El
desafío es descubrir cuáles fueron en realidad, aunque para ello
tengamos que contradecir esa visión “céltica” idealizada que
muchos han usado como comodín. Tal como indican Belén y Chapa (1997) “
(...) debiera desterrarse la idea de que estamos ante un bloque homogéneo
de divinidades y de rituales, aceptadas por todas las comunidades
europeas de época. Al igual que se ha defendido la multiplicidad de
identidades “célticas”, hay que pensar que cada zona tendría sus
propias tradiciones, sus dioses y su culto. Sólo al nivel de las
divinidades principales podríamos reconocer cierta homogeneidad,
que por otra parte es coincidente también con áreas no “célticas”,
probablemente por su pertenencia a un sustrato común o a fuerzas
veneradas con carácter muy general”.
Como
hemos dicho antes, la arqueología del periodo, único testimonio
directo del mismo, ha sido corrompida constantemente. Los hallazgos
arqueológicos ya no corresponden a monumentos explícitamente rituales
como los del Neolítico o la Edad del Bronce, sino a un registro doméstico.
Este registro arqueológico doméstico se ha entendido en función de
las apariencias, como algo seguro, claro y esencialmente moderno. Lo
cual ha servido para relacionar directamente a estas comunidades con
periodos posteriores, emparentándolos por “similitud” con
comunidades medievales, en este sentido encontramos, por ejemplo, a los
defensores de considerar a los Oppida como ciudades.
Una
revisión datos rompe con esta falsa seguridad desde el momento en que
se deja de asumir que el registro doméstico es algo fácilmente
comprensible desde una perspectiva moderna, y despierta una nueva
arqueología que busca la diferencia en el pasado.
Se
dejan de emplear analogías con la Europa posterior, para tratar con
paralelos antropológicos o etnográficos, se deja de identificar con
“superstición o folclore aquello que no resulta familiar en la
cultura campesina europea, y que hubiera sido visto como ritual, simbólico,
y como expresión de una cosmología diferente” (Hill y
Cumberpatch 1993). Se deja de discriminar los hallazgos arqueológicos
no familiares como simple “basura”, se empieza a entender que las
sociedades no son entidades autónomas, sino que dependerán siempre de
los individuos que las conforman, de las acciones que lleven a cabo en
la vida cotidiana.
Sólo
entonces, entre los asentamientos de la Edad del Hierro, se descubre un
uso simbólico de ese espacio “cotidiano” que rompe radicalmente con
lo que se esperaba de él. Por ejemplo, en asentamientos agrarios
sencillos se han encontrado pozos y fosos que contienen grandes
cantidades de restos de matanza, que incluyen, entre otros “depósitos
especiales”, humanos. El relleno de estos fosos no era un
acontecimiento diario, y parece ligado a festividades especiales. La
interpretación de estos hallazgos se hace difícil, especialmente
cuando dejan de considerarse meros contenedores de basura situados lejos
de las áreas habitadas para que no llegue el olor.
A
través de la arqueología se han descubierto también diversos lugares
de culto, algunos de los cuales fueron considerados en un primer momento
campamentos romanos. Algunos santuarios descubren, al analizar los
diversos niveles arqueológicos, variedad en tipos de culto que se habrían
sucedido en el tiempo. Se ha podido profundizar en el conocimiento de
los cultos lacustres, y documentado con mayor seriedad el valor de los
sacrificios.
A
partir de descubrimientos y revisiones de este calibre, llegamos a la
conclusión de que los “celtas” o, mejor dicho, las gentes de la
Edad del Hierro, no eran como tan comprensibles y “cercanos” como
los habíamos imaginado y vivían en una realidad muy diferente a la que
consideramos nuestra. Por encima de los rasgos que puedan parecer
familiares, debemos comprender que estas gentes vivían en sus propios
mundos de significado, tenemos que concebir situaciones en las que tales
rasgos puedan ser organizados en un mundo muy distinto (Hill y
Cumberpatch 1993).
Conclusiones
Las
intenciones que nos ha llevado a escribir estas líneas han sido
diversas.
Por
un lado, dejar fuera de juego a todos aquellos que pretenden emplear el
paganismo y su entorno, pasado o actual, para justificar ideas en
esencia racistas. Por otro, ya dentro del ámbito estricto del
paganismo, evidenciar la necesidad de revisar datos, conceptos, que nos
llegan de aquí y de allá y que tomamos por válidos con demasiada
facilidad. Hay que romper de una vez por todas con esa visión reducida,
condicionada a un presente eurocentrista que hemos arrastrado durante
tanto tiempo.
Queríamos
demostrar, de paso, lo absurdas que resultan ciertas afirmaciones tales
como “yo pertenezco a la auténtica tradición de la Wicca céltica”.
Tradiciones paganas hay muchas, dentro de la Wicca también las hay.
Clasificamos estas últimas en “antiguas” ( anteriores a Gardner,
1950) y “nuevas” (posteriores al mismo). En lo concerniente a las
“antiguas”, teniendo en cuenta que son tradiciones locales que se
han mantenido en una zona muy concreta o han sido legadas de generación
en generación dentro de un grupo familiar, hemos de reconocer que se
agrupan bajo una denominación común idiosincrásica (céltica, teutónica,
...) que no puede reflejar la totalidad de aquello que define, y
reconocer que cada grupo debió tener características particulares.
Nos
quejamos de la proliferación de “nuevas” tradiciones, pero no por
el hecho de su “creación”, sino por la falta de seriedad con la que
esto se hace, por un lado, porque la mayoría no aporta nada
significativo ( el menor cambio en el ritual gardneriano ya se considera
razón suficiente para decir que se ha alumbrado una nueva tradición)
por otro, porque a menudo encontramos intereses ajenos a la práctica
wicca o pagana ( véase el caso de los grupos ultrafeministas).
Queríamos
también contrastar el predominio de la ideal “celticidad” que corre
hoy en día entorno al paganismo, revindicando que antes, durante, y
después de esos “celtas” (que todos creíamos conocer tan bien), y
no sólo en el estricto ámbito geográfico de lo que hoy entendemos por
Europa occidental, existió un gran número de comunidades paganas cuya
cultura y espiritualidad fue tan valiosa como la suya, sino más. Que
las buscadas “raíces” del paganismo actual están diseminadas en el
tiempo y en el espacio; que no son raíces lineales, sino ramificadas,
conformando un variado tapiz de influencias mutuas.
Abogamos
por una menor rigidez y una mayor seriedad a la hora de tratar el
paganismo, tanto en sus orígenes como en la actualidad.
Con
todo, nuestra intención no ha sido elaborar un panfleto “anti-céltico”.
Ciertamente creemos que la información que recibimos y aportamos debe
ser lo más ajustada posible a la realidad y, por tanto, hay abordar el
tema de los celtas como sociedad prehistórica desde una perspectiva crítica.
Pero con esto no pretendemos negar el valor que, fuera del contexto
historiográfico, puede tener esta idealización de los celtas.
En
este aspecto hemos de dar la razón a los chicos del grupo Manau cuando
recitan ;
« Mais
le chant des druides c’est ma réalité. Il me sert de guide, tu l’avais
deviné. (...) Est-ce que toutes ces voix viennent de mon imagination ?
En fait j’accepte cette situation. Le chant des druides, fruit de mon
inspiration, car j’aime plonger mon esprit souvent dans le passé et
ne pas me demander où est la vérité. Je continue de rêver, je ne
suis pas le dernier à pouvoir écouter tous ces chants sacrés. Et même
si la vie s’oppose au caractère de ces choses, je ne veux pas trouver
la cause et continuerai ma prose. Alors croyez moi pour cela, je veux
rester candide et pouvoir écouter toute ma vie le chant des druides. »
Es
evidente que la idea tradicional que hemos heredado acerca de la Edad
del Hierro y, sobretodo, de los celtas, tiene fuerza y provoca en muchos
paganos ( y no paganos) una respuesta emocional. Es muy probable que de
las leyendas “célticas” podamos extraer conocimientos de gran
valor, que la música “céltica” nos ayude a entrar en estados
alterados de conciencia, que el contacto con las deidades “célticas”
nos sirvan para trabajar profundos aspectos de nuestro interior. Para
muchos, los “celtas” constituyen un modelo ancestral, una especie de
guía en el desarrollo de sus ideas y actividades a diversos niveles;
desde la redacción de unos versos, hasta una ceremonia ritual, pasando
por esas frases que nos repetimos constantemente para no rendirnos
cuando las cosas se ponen difíciles.
En
el aspecto íntimo, ya sea mágico o espiritual, hemos de tener presente
que nos situamos fuera del tiempo y del espacio. Así como los viejos dólmenes
adquirieron distintos significados, perfectamente válidos todos, a lo
largo del tiempo; también nosotros recogemos símbolos y los imbuimos
con nuestra propia carga significativa. Sean materiales o ideales, todos
estos símbolos están sujetos a nuevas interpretaciones; creemos que lo
que los hace legítimos no es un “certificado de antigüedad”, sino
el respeto con el que leemos en ellos. Un respeto que se evidencia
cuando no dejamos de tener presente que la lectura subjetiva que hacemos
no tiene porque coincidir con la que hicieron sus primeros creadores.
Om
y Vaèlia Bjalfi
Noviembre
del 2001
Bibliografía.
HILL,
J.D. ; CUMBRPATCH, C.G. (1993) : “Volviendo a pensar la Edad del
Hierro” Trabajos de Prehistoria, 50, pp.127-137
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H. ; HILGEMANN, W. ( 1999) : Atlas histórico mundial, volumen I,
ed. Istmo, Madrid.
En
cuanto a las letras de Manau, el fragmento está extraído de “Le
chant des druides”, dentro del álbum Panique Celtique
editado en 1998 por Universal Music.
NOTAS:
[1]
Esto es, que aunque las únicas fuentes directas que han quedado
sobre el período sean las aportadas por la arqueología,
encontramos fuentes referenciales por parte de culturas históricas
( por ejemplo, un escrito romano sobre un encuentro con los íberos).