(...) Ni yo ni nadie puede recorrer ese camino por ti.

Habrás de recorrerlo tú mismo. 

No está lejos. Está al alcance.

Tal vez has andado sobre él desde tu nacimiento, sin saberlo.

Tal vez está en todas partes, en el agua y en la tierra. 

Echa al hombro tus bártulos, querido hijo, que yo cargaré los míos y démonos prisa.

 (...)

 Si te cansas dame las dos cargas y apoya tus manos en mi cadera.

A su debido tiempo me pagarás el servicio, pues una vez que salgamos ya nunca nos tenderemos a descansar juntos.

 Hoy, antes del amanecer, subí a una colina y contemplé el abigarrado cielo.

Y dije a mi espíritu: “cuando lleguemos a poseer aquellas órbitas y el placer y el conocimiento de cada cosa que hay en ellas ¿ crees que nos sentiremos llenos y satisfechos?”

Y mi espíritu dijo: “No. Habremos alcanzado y pasado esas alturas para continuar más allá.”

 Tú también me haces preguntas y te escucho.

Respondo que no puedo responder; habrás de buscar por tu cuenta.

 Siéntate un poco, querido hijo.

Aquí tienes bollos para comer y leche para beber.

Pero en cuanto te duermas y te repongas del cansancio envuelto en dulces ropas, te daré un beso de adiós y te abriré el portal para que salgas de aquí.

 Hace ya bastante que sueñas despreciables sueños;

ahora te quito la venda de los ojos.

Tendrás que acostumbrarte al relumbrar de la luz y de cada momento de tu vida.

 Hace ya tiempo que has vadeado tímidamente sobre una tabla,

     cerca de la playa, el río.

Ahora quiero que seas un arrojado nadador;

que saltes al corazón del mar, resurjas, me hagas una señal,

grites y, riendo, golpees el agua con tus cabellos.

 

 Walt Whitman, Hojas de Hierba

 

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